¿Un desayuno sin arepas? ¿Un pabellón incompleto? ¿Ir a la playa y no encontrar el pescado de siempre? Las proyecciones mundiales sobre el aumento de temperaturas y cambio de patrones de las precipitaciones no son favorables para el trópico, del que hace parte Venezuela. Estudios locales estiman que en los próximos años caerá la producción de arroz y maíz, entre otros cultivos; paralelamente, un coral invasor aleja a las especies marinas de la costa y disminuye considerablemente la pesca. Ante un escenario donde el Estado no toma medidas de forma oportuna, las consecuencias podrían modificar nuestras dinámicas alimentarias, sociales y económicas en un futuro no tan lejano.
Emily nació en una familia de cocineros. Desde su primer hermano hasta ella, la novena, todos aprendieron el arte de cocinar con su mamá. Ahora, con más de 40 años, cuando recuerda la comida de su madre, piensa inmediatamente en dos platos: el pabellón —una bandeja de origen campesino que se consume en todo el país y que contiene arroz, carne, caraotas (frijol negro) y tajadas fritas de plátano— y la hallaca —un plato navideño cuyo principal ingrediente es la masa de maíz, rellena con diversas carnes, envuelta en hojas de plátano en las que se hierve—, similar al tamal que se consume en otros países de la región.
Sin embargo, dos de los principales ingredientes de ambos platos que, a su vez, son primordiales para otros platos fundamentales en la gastronomía venezolana, como es el caso del maíz blanco para la preparación de la muy representativa arepa, son amenazadas por el cambio climático.
De acuerdo con la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales (Acfiman) en Venezuela el cambio climático provocará pérdidas de hasta 25% en cultivos, menor disponibilidad de agua y, sumado a otras secuelas, más personas en pobreza extrema. Esto coincide con lo que ya advertía la Organización de la Naciones Unidas para la Agricultura y Alimentación (FAO), en su Estudio del impacto del cambio climático sobre la agricultura y la seguridad alimentaria en Venezuela, hace más de una década.
¿Cómo se traduce esto en nuestros platos? ¿Es que acaso el cambio climático cambiará lo que tradicionalmente comemos? ¿Cómo reacciona un país, su gente, ante la pérdida de sus platos más amados?
“La identidad no se decreta, la identidad se vive, se guarda, es parte de la memoria”, asegura Ocarina Castillo D'Imperio, antropóloga experta en antropología alimentaria. Explica, sin embargo, que aunque esta depende de la geografía, experiencias familiares y sociales o con la memoria del gusto, nuestro patrimonio culinario es todavía más amplio y que conocerlo y conservarlo es el camino para cuidar nuestra seguridad alimentaria ante el cambio climático, pero también una oportunidad para el rescate de lo que llamamos identidad.
Durante los momentos más severos de la crisis, entre 2014 y 2016 (que si bien no estuvieron ligados al cambio climático, nos mostraron escenarios posibles ante la escasez), la gente tuvo que volver a sus recetarios y estrategias familiares, porque era lo que se conseguía. Ante la contracción de las importaciones, la gente tuvo que mirar hacia lo que había, ¿y qué era lo que había? Productos de nuestra despensa originaria”, recuerda la experta. “No había, por ejemplo, uvas ni manzanas ni kiwis, pero había lechosa, guanábana, melón. Muchas personas descubrieron nuestros carbohidratos, nuestros tubérculos, que siguen siendo alimentos económicos y de fácil acceso, pues al ser parte de nuestra agricultura popular tradicional se consiguen y no están sujetos a las cadenas agroalimentarias, no están sometidos al dominio de las semillas importadas”.
¿Encontraremos entonces en nuestras despensas originarias, y en cultivos sostenibles y regeneradores, una alternativa ante estas predicciones agroclimáticas y una oportunidad para el rescate de lo que llamamos identidad?
Mientras hallamos respuestas, el aumento de las temperaturas y el cambio de patrón en las precipitaciones atentan, entre otros cultivos, contra los más consumidos en el país: el arroz y el maíz. Paralelamente, una especie invasora inesperada, producto de la intervención humana, se convierte a la vez en un desastre ambiental inédito y en el némesis de pescadores en casi toda la costa venezolana, mermando considerablemente la pesca. Juntos, y ante medidas estatales insuficientes, atentan contra nuestra seguridad alimentaria, ya golpeada por una Emergencia Humanitaria Compleja que llegó en 2016 y que todavía no parece tener fecha de partida.
“Un pabellón sin arroz no es pabellón”
Para que el arroz tenga gusto, Emily primero hace un sofrito. Pone ajo, pimentón y cebolla en la sartén y cuando se doran y la cocina entera se llena de sus olores, agrega el arroz, que previamente lavó y seleccionó. Lo saltea un poco, dice que así el grano se cuece justo en su punto, ni más ni menos. Luego agrega el agua y tapa la olla. Es lo penúltimo, antes de freír las tajadas de plátano, que prepara cuando hace pabellón: las caraotas y la carne mechada las monta varias horas antes para asegurarse de que todo quede blando y luego bien sazonado.
Aunque parece el ingrediente más simple del plato, es el arroz el que aporta la neutralidad con la que contrastan todos los demás sabores dulces y salados. “Sin arroz no hay pabellón”, dice Emily, y es verdad.
Pero, de acuerdo con proyecciones agroclimatológicas, el arroz del pabellón de Emily —ingrediente infaltable, casi a diario, en el plato de todos los venezolanos— está en riesgo.
“Los principales factores climáticos que afectan a la agricultura son los cambios en la temperatura y la precipitación. Los comportamientos extremos en ambos factores son cada vez más constantes y sus efectos, detrimentales; tal es el caso de las sequías, las inundaciones y las olas de calor extremas, para las cuales es difícil disponer de medidas de adaptación”, explica Aníbal Rosales, ingeniero agrónomo de la organización Grupo Orinoco y parte de los 60 especialistas de diversas áreas que trabajan en el Segundo Reporte Académico de Cambio Climático en Venezuela (Dracc) de la Acfiman.
Rosales advierte que, según proyecciones de una investigación del Grupo de Agricultura del Segundo Reporte del Cambio Climático, en Venezuela habrá, para el año 2060, reducciones de hasta casi 200 mm de precipitación anual para el oriente del país y muy escasa reducción en las regiones occidentales. En lo que respecta a la temperatura, se estiman variaciones en 1,8° C.
Son proyecciones que parecen lejanas, pero estos cambios en la temperatura comenzaron a afectar los cultivos de arroz en el país desde 2018. Ese año y el siguiente, la temperatura nocturna en Portuguesa, Guárico, Cojedes y Barinas, estados de la región llanera del país, ascendió a 25° C.
Este aumento en la temperatura, en un horario en el que las plantas respiran, se tradujo en cosechas perdidas: al calentarse el ambiente, la planta debe respirar más, se estresa y consume más carbohidratos, por lo tanto llena menos las espigas de arroz. El resultado eran plantas inmaduras que no habían logrado formar el grano.
Rafael Javier Rodríguez, experto en agroclimatología, miembro de la Academia Nacional de Ingeniería y Hábitat y coautor de la investigación que desarrolla la Acfiman, explica al respecto que los cultivos venezolanos enfrentaban en ese momento las secuelas del fenómeno El Niño. Relata que tras la pérdida del rendimiento, “se hicieron estudios etimológicos, fitopatológicos y fisiológicos a los granos inmaduros y se determinó que la causa fundamental del daño fue de índole climatológica”.
Y aunque la situación mejoró los años posteriores, el arroz no se ha salvado por completo de los embates del cambio climático.
Para la elaboración de la Segunda Comunicación Nacional ante la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, se “evaluaron las necesidades de riego y el rendimiento de cultivos, en la condición de agricultura bajo secano, representativa del país (es decir, el cultivo en el que se emplea solo el agua de lluvia, sin intervención del riego artificial), para la región conformada por los estados Portuguesa, Barinas y Apure”. De acuerdo con el estudio, en el peor de los escenarios, los cultivos de arroz en Venezuela podrían perder un tercio de su rendimiento en las próximas décadas.
No es poca cosa, si se considera que en el país el rendimiento del arroz ocupaba ya el penúltimo lugar entre los principales países agrícolas de Latinoamérica para el año 2021, de acuerdo con estadísticas de la FAO, superando solo a Bolivia. Para la fecha, estaba por debajo del promedio latinoamericano por aproximadamente 2000 kg/ha. “Es claro el déficit de productividad del arroz en Venezuela, con la paradoja de contar con tierras con muy buena aptitud para este cultivo”, enfatiza Aníbal Rosales.
Rendimiento del arroz (2021)
Producción de arroz (2021)
De acuerdo con la Confederación de Asociaciones de Productores Agropecuarios de Venezuela (Fedeagro), en 2022, el rubro del arroz contó con una superficie sembrada de alrededor de 85.000 hectáreas, con una producción estimada en 429.740 toneladas, lo que representó un incremento del 79% con respecto al año anterior. “El crecimiento se concentró básicamente en las áreas de influencia donde el riego es por gravedad, requiere menos combustible y la tarifa del agua es más baja. Los agricultores dispusieron de materiales genéticos nuevos con buenos rendimientos que los estimularon a incrementar el área de siembra. El año climático favoreció el cultivo y las nuevas variedades respondieron productivamente, alcanzándose un rendimiento promedio alrededor de los 5.0000 kg/ha”, detalla el informe, emitido en marzo de 2023.
Aunque los hechos recientes son esperanzadores, Rafael Rodríguez advierte que de consolidarse El Niño para el período 2023-2024 podría revivirse el escenario de 2018, durante los primeros meses del año que viene, por un aumento de la temperatura mínima. Es decir, como en aquel momento, la producción de arroz podría decaer al punto de no cubrir la demanda nacional y el arroz en el plato de Emily —en nuestros platos— podría volver a escasear por causas climáticas.
El coral invasor que nos deja sin pescado
El aceite parece crujir cuando entra en contacto con el pescado y, casi inmediatamente, el olor a Caribe se apodera de toda la cocina. Se fríe y se dora en medio de una faena que comenzó muchas horas antes, cuando los pescadores salieron al mar abierto en su búsqueda. Es destripado, descamado y luego distribuido, primero en la costa, luego en mercados de todo el país. En Venezuela, el pescado frito es un plato indispensable. En la playa a la orilla del mar, en hogares, restaurantes… siempre acompañado de tostones de plátano verde y ensalada.
Pero las especies invasoras no conocen de tradiciones.
El Unomia stolonifera, un coral octocoral originario del indo-pacífico, llegó un día, entre los años 2000 y 2005, al Parque Nacional Mochima, un pueblo costero del oriente del país. La teoría más aceptada por la comunidad de biólogos que estudian su expansión —según hechos relatados por la comunidad— es que un hombre dedicado al comercio ilegal de especies marinas lo sembró para reproducirlo y venderlo; cada tanto volvía para recoger su cuantiosa cosecha. Pero, de repente, el coral comenzó a crecer de una forma inesperada, afectando el fondo marino. Y conforme la biodiversidad comenzó a desaparecer, lo hizo también el responsable, quien hasta el momento no ha sido identificado.
Así, sin depredadores y con condiciones climáticas que lo favorecen, Unomia empezó a crecer a un ritmo de 1 m2 por cada dos meses, en contraste con, por ejemplo, los corales cerebro, que suman apenas 1 cm alrededor de cada dos años. Comenzó a arropar todo a su paso con su textura babosa y maloliente, hasta que ya no pudo pasar más desapercibido.
Formas de dispersión:
Fragmentos que quedan atrapados en redes de pesca y vuelven al mar en otros lugares
Cascos y anclas de embarcaciones
Aguas de lastre
Caparazones de las tortugas, crustáceos, cangrejos, botellas plásticas y de vidrio, a las que se adhieren fragmentos que son luego transportados a otros sitios
Dispersión natural con larvas del coral
Fuente: Proyecto Unomia y Fundación Arrecifes de Venezuela
Pero, ¿por qué su presencia representa un peligro para la seguridad alimentaria, al menos en principio, de Venezuela? Porque el Unomia no solo crece más rápido que nuestros corales locales, los mata; y las especies arrecifales que se resguardan, reproducen y crían en estos espacios se están desplazando a otros para no morir también. ¿El resultado? Una abrupta caída de la pesca.
“Las especies más perjudicadas por el coral son las bentónicas, asociadas al arrecife. Entre las comerciales, es decir, las que afectan directamente al ser humano, están el corocoro, la catalana, el mero, pargo, pámpano, camarón y pulpo”, detalla Mariano Oñoro, coordinador del Proyecto Unomia, fundado por Juan Pedro Ruiz para buscar, en conjunto con expertos de diversas áreas, una posible solución a los que ellos catalogan como “un desastre ambiental de dimensiones inéditas”.
Oñoro explica que ante la cada vez más frecuente ausencia de especies arrecifales, los pescadores de la costa de Mochima, que viven de la pesca artesanal, ahora dependen de las especies pelágicas, es decir, las que llegan en cardúmenes a la costa por temporadas.
De acuerdo con Gloris Muñoz, presidenta de la Cámara de Comercio y Turismo de Mochima, el estado Sucre (donde se ubica el parque nacional) genera el 70% de la pesca del país. Sin embargo, según declaraciones de Sonia Rivero, vocero del Frente de Pescadores del estado Sucre, algunas especies ya han desaparecido por completo. “Antes en la noche pescábamos San Pedro, parguito, rabo rubio, catalana y cherneta, ahora eso ya eso no existe porque se han ido a las profundidades”, aseguró en una entrevista con el medio local Crónica.Uno, donde señaló que la producción bajó a 45% porque de 16 toneladas de pescado que sacaban del mar cada mes ahora no obtienen ni 500 kilos.
Esto, sumado a reportes de la organización Clima 21, un Observatorio de Derechos Humanos Ambientales, que asegura que en Venezuela la pesca ha caído 80%, ocasionando la “pérdida de más de 20 mil empleos directos y una reducción promedio del 40% en el ingreso familiar entre las comunidades asociadas a la explotación de este recurso”, pone sobre la mesa la inminente preocupación de que el Unomia contribuya con la inseguridad alimentaria no solo de la costa sino de todo el territorio nacional.
La caída de la pesca no es la única secuela del Unomia que afecta las dinámicas económicas y sociales de los pueblos costeros. Su presencia, en muchos casos, desde la orilla de la playa, a escasos 5 cm de profundidad, está afectando el segundo mayor ingreso de estas localidades: el buceo.
En el fondo del mar hay diferentes tipos de ecosistemas: están los fondos arenosos, rocosos los arrecifes de coral, praderas de pasto marinos, bosques de manglares y, en mayor o menor medida, el Unomia los está afectando a todos”, señala Oñoro. María Olga Sánchez, buceadora profesional que dirige la Fundación Arrecifes de Venezuela, y que colabora con el proyecto Unomia con limpieza subacuática y detección del coral en el centro del país, relata que esto “ha transformado playas paradisíacas en playas con un fondo baboso, que huele muy mal, que es muy desagradable a la vista y al tacto, que mancha la piel”.
Ella y su equipo han sido testigos de la llegada y reproducción del coral invasor, así como de la muerte por falta de oxígeno de toda la vida marina que este cubre, a un ritmo más veloz que el de la búsqueda de soluciones. “La colonia más grande que tenemos en el estado Aragua está en Valle Seco, Choroní. Donde antes había un rompeolas natural lleno de corales bellos, hoy el Unomia ocupa aproximadamente el 80% de la superficie”.
Aunque las advertencias de biólogos marinos y otros expertos comenzaron en 2011, la respuesta gubernamental llegó apenas en 2017. Actualmente, existe una mesa de trabajo conformada por entes público como el Ministerio de Ecosocialismo, el Ministerio de Ciencia y Tecnología y el Instituto Socialista de la Pesca y Acuicultura, junto con entre privados, como investigadores de la Universidad Central de Venezuela, el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, la Universidad de Oriente, la Universidad Occidente, el Instituto Oceanográfico de Venezuela y el Proyecto Unomia, abocados a la búsqueda de una solución.
Se encuentran a la espera de la autorización para probar un método de extracción mecánico: un prototipo experimental que trabaja con ultrasonidos y turbinas, con el fin de pulverizar al coral y enviarlo al fondo marino como materia orgánica. Solo hasta ese momento conocerán su eficiencia y si causa o no daños colaterales. Y solo hasta ese momento sabrán, también, si nuestra biodiversidad y las especies marinas que forman parte de nuestra gastronomía tienen alguna esperanza.
El incierto futuro de la arepa
Con mantequilla y queso, con aguacate y pollo, con mariscos, con caraotas y tajadas de plátano, con huevos revueltos o hechos perico, con pescado guisado, con carne, con cerdo, siempre recién hecha con harina de maíz blanco en el budare calientico… Para el venezolano, la arepa es un plato fundamental. Se come a diario, una o dos veces al día para quien la repite en la cena, y hasta en el almuerzo para acompañar algún sancocho. Sus reemplazos: la empanada o los bollitos hervidos (bolas de masa, a veces condimentada), se hacen con el mismo ingrediente: maíz. Inclusive el plato más representativo de la navidad venezolana, la hallaca, sería imposible de preparar sin este versátil cereal.
Su producción en los últimos años ha tenido altos y bajos y, aunque su panorama actual es favorable con respecto a épocas recientes, su producción en el país solo alcanza para cubrir entre 15% y 20% de la demanda interna, que en otrora alcanzó hasta el 80%.
En 2021, el Instituto Goddard para el Espacio de la NASA y The Earth Institute de la Universidad de Columbia de la ciudad de Nueva York, determinaron que como consecuencia del cambio climático, en 2030 los cultivos de maíz podrían caer 24%. Estos cambios harían más difícil el cultivo de maíz en los trópicos y, por lo tanto, en Venezuela.
“No es lo mismo una reducción de 24% en un país subdesarrollado, verdaderamente subdesarrollado, como Venezuela. Se debe considerar que para 2030, en el país, el maíz continuará siendo un alimento para la gente, la producción agrícola seguramente continuará siendo escasa, no se cubrirá la demanda y, por lo tanto, se continuará importando para satisfacer el déficit”, señala Aníbal Rosales, quien contrasta el uso que se le da en Venezuela a este rubro, con el de Estados Unidos, donde es mayormente usado para alimentar animales.
El agroclimatólogo Rafael Rodríguez señala que estudios más focalizados proyectan que esta caída en Latinoamérica y el Caribe alcanzará al menos el 10% para mediados de siglo, extendiéndose también a otros cultivos como el arroz o el frijol. Pero afirma también que es importante considerar que la agricultura responde no solo a aspectos biológicos, sino también a otros no biológicos, como la infraestructura, el uso de combustibles o agroquímicos, cuya planificación es determinante en el rendimiento y producción.
Rosales, por su parte, agrega que “el sector agrícola de la mayoría de los países latinoamericanos ha ocupado un lugar importante en la economía de esos países, aportando una porción importante en su Producto Interno Bruto (...), mientras el sector agrícola venezolano enfrenta déficits en insumos, créditos, maquinarias agrícolas, riego”, enumera y dice que no importa cuántos aportes se hagan desde la ciencia si no existen políticas de Estado que los respalden.
Berno Stanic, directivo de Fedeagro en el rubro del maíz, coincide con ambos expertos en este sentido: “La caída que hubo a partir de 2014 fue por condiciones externas políticas o económicas, por la merma en las áreas de siembra y en el poder adquisitivo de los programas de financiamiento, que no permitieron asistir de manera óptima a los cultivos, por falta de insumos, hasta que en 2018 tocamos fondo”.
Sin embargo, difiere sobre el futuro del cultivo. “Es cierto que en el cinturón maicero hacia el centro de EEUU ha habido una caída en la producción en los últimos años, debido al cambio climático. Pero a nivel mundial, en unas partes esto ha afectado el rendimiento y en otra lo ha beneficiado. El cambio climático afecta de una manera distinta al cono norte y al cono sur, no nos afecta a todos de manera plana. En Brasil, por ejemplo, el rendimiento ha mejorado”.
Admite que esto responde no solo al clima sino a factores estatales, “como políticas de adaptación al cambio climático, que han permitido abrir nuevos campos de siembra en este país, donde el gobierno ha apoyado al sector agrícola”. Pero también es optimista sobre el futuro del maíz en Venezuela. “Desde 2019 hemos tenido una recuperación lenta, pero firme. A partir de la crisis, aprendimos a ser un poco más eficientes en el campo”.
Si bien las importaciones son necesarias para cubrir el resto de la demanda local, Stanic asegura que por la fecha en la que se hacen —en vísperas de la cosecha o justo en plena cosecha— el productor nacional, que trabaja el cultivo en medio de la adversidad, queda relegado. Esto, sumado a que los costos de producción locales son similares a los internacionales, pero la producción está muy por debajo, negando al agricultor la posibilidad de competir con precios de alimentos importados.
Rendimiento de maíz (2021)
Producción de maíz (2021)
No niega los embates del cambio climático y admite que “en el estado Portuguesa, en Santa Rosalía, el corazón del granero de Venezuela, tenemos zonas donde están bastante adelantadas en áreas de siembra, mientras en otras, en el mismo estado, la lluvia no ha permitido sembrar”. Pero exhorta a los expertos a ser cautelosos al respecto. “A comienzo de año, expertos en clima recomendaron, incluso directamente a los agricultores, no adelantar siembras en mayo, como suele hacerse, porque luego vendría El Niño y las perjudicaría. Pero, al contrario, ha llovido muchísimo”.
En este escenario de un Estado silente ante un futuro aparentemente irremediable pero incierto, ¿cuál es entonces la solución para que la arepa se conserve en nuestros platos? Rodríguez asevera que el camino es que “el material o la investigación genética se lleve hacia el uso de materiales que toleren sequías, una arquitectura que tolere los vientos fuertes y se adapten los cultivos a nuestras proyecciones del aumento de la temperatura”.
En pocas palabras, ante las amenazas del cambio climático a nuestros cultivos, todos los expertos coinciden en algo: debemos buscar aquellos alimentos que forman parte de nuestras despensas originarias, cuyos patrones agroecológicos sean sostenibles, con nuevos métodos que sean regeneradores de la tierra y reconocer que nuestro patrimonio culinario es más amplio de lo que pensamos.
También una oportunidad para el rescate de lo que llamamos identidad. “A estas alturas del partido sabemos que lo que genera nuestra memoria alimentaria son estas imágenes que se quedan grabadas en nuestro cerebro y que están asociadas a nuestro pasado y a nuestra vida familiar, a nuestra historia familiar”, afirma Castillo D’Imperio.
Mi identidad con la arepa viene porque yo la como desde que era niña, y la hacía mi abuela y la hacía mi nana. Y las comprábamos en una fábrica de arepas que las hacía en Catia (cuando todavía se hacían de maíz pilado y no de harina), cerca de mi casa, a donde iba a pie con mi mamá, cuando tenía 5 o 6 años, los sábados en la mañana, y me venía abrazando una bolsita de papel marrón donde venían las arepas calienticas, y yo no sabía que era más sabroso, si traerme la bolsita abrazada con un olor exquisito o comérmela. Esa es la identidad”.