La lucha por preservar los ecosistemas biodiversos es el espejo en el que se miran dos comunidades en lados distintos de la frontera entre Ecuador y Perú. Sus habitantes desconocen que existe una comunidad con similares logros, como la creación de áreas protegidas locales, a escasos 40 kilómetros entre la línea limítrofe, y con similares dificultades por sortear.
Una historia de resiliencia en la que campesinos intentan hallar alternativas sustentables con escasos recursos y poca presencia del aparato estatal.
Una suerte de invasión se cierne en la línea de frontera entre Ecuador y Perú, una zona que históricamente ha sido testigo de cuatro episodios bélicos por extensiones de territorio. Pero esta lucha, que ha trascendido desde hace más de 50 años, nada tiene que ver con armas de guerra, vehículos blindados o tropas uniformadas. Más bien, involucra al ser humano y su huella destructora en zonas de bosque primarios y ríos cristalinos, ahora en riesgo.
Las amenazas a la vida silvestre están latentes en el límite político imaginario, que se extiende por poco más de 1.500 kilómetros. Allí cohabitan cientos de especies de flora y fauna —como el puma y el oso de anteojos— muchas de ellas en peligro de extinción por la pérdida de vegetación y contaminación de fuentes de agua; a causa de la deforestación, minería, caza y otras actividades humanas.
Por ejemplo, en Ecuador, el apetito por la madera, el petróleo y el oro ha mermado la cobertura de bosques naturales. Del 2014 al 2022, el país sudamericano ha perdido 133 mil hectáreas de bosque nativo, según los registros del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica (MAATE). Un equivalente aproximado a lo que ocuparían 186 mil canchas de fútbol.
Los remanentes de vegetación nativa tienen mayor presencia en el oriente, en las provincias amazónicas, donde también se multiplican los pozos petroleros y la minería legal e ilegal, una realidad compartida con Perú.
Un estudio de la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG) sobre la pérdida de bosque ocurrida entre 2001-2020 da cuenta del avance de la deforestación en ambas naciones: 623 mil hectáreas, en Ecuador; y, 2,9 millones de hectáreas, en Perú.
Las actividades extractivas han desencadenado problemas ambientales y sociales, que han registrado la academia, organizaciones ambientales y miembros de comunidades. Para el ingreso de petroleras se abren carreteras a sitios inhóspitos, que terminan siendo usados también para otros fines. Con el tiempo, esas carreteras parecen dibujar el esqueleto de un pescado, por los caminos secundarios que han aparecido verticalmente desde la vía principal, producto de la tala e invasión de colonos. Eso se evidencia desde vuelos o drones de monitoreo.
La fiebre por el dinero fácil también hace sucumbir a habitantes locales de poblados que conviven con ríos, como en el caso de la minería, y con ello aparecen mercados negros y negocios opacos.
Pese a que las autoridades e instituciones de ambos países han implementado algunas medidas de protección y cuentan con una red de áreas de conservación, esto no ha sido suficiente y ha trasladado, indirectamente, esa responsabilidad a otros actores que no cuentan con capacitación ni recursos necesarios.
No obstante, en varias zonas de esos países, donde el verdor de la naturaleza sobrevive, hay comunidades que siguen al pie de la letra el mandato de sus ancestros de conservar la naturaleza. También hay otras poblaciones que han repensando su presencia en el territorio.
Ese es el caso del pueblo ecuatoriano de San Andrés y de la comunidad peruana de Huancabamba. Aunque están en países distintos y sus habitantes desconocen que del otro lado de la frontera comparten sus ideas de preservación, su ubicación es tan próxima que solo los distancian unos 40 kilómetros en línea recta. Caminan acompañados —sin saberlo— por la vía de la conservación, sorteando las dificultades que aquello representa.
Por un lado, en San Andrés tratan de sanar al planeta. Campesinos y gobiernos locales de la provincia de Zamora Chinchipe se unieron en la búsqueda de ayuda en organizaciones no gubernamentales para crear áreas de protección por la vía formal. A la par, decenas de pobladores cercaron sus tierras para conservar los microbosques que seguían en pie, de facto, es decir, más allá de la ley ambiental.
En Piura, comunidades campesinas participaron en la creación de áreas de conservación privadas, espacios reconocidos por el Estado para la administración y cuidado del ambiente. La comunidad de Segunda y Cajas, de Huancabamba, se organizó para darle cara a la actividad minera que busca instalarse en sus territorios y que dejó un costo alto por varias vidas perdidas.
Son poblaciones que, sin saberlo, se están mirando en el espejo de la conservación y la resiliencia. Y hoy, más que nunca, necesitan acompañarse en su lucha.
Los ancianos de las comunidades en la frontera entre Perú y Ecuador recuerdan las lluvias que caían hace décadas y que vestían de verde los valles de la zona.
Para expertos, el aumento de temperaturas y la variación de las lluvias están relacionados con el cambio climático y la disponibilidad del agua. Ante esto, la permanencia del ecosistema de páramo andino, distribuido desde las cordilleras de Venezuela, Colombia y Ecuador, hasta el norte del Perú, es clave para garantizar el agua que necesitan los pobladores, y especies de flora y fauna que habitan estos territorios.
Contrariamente a lo que sucede en los bosques tropicales, el carbono que almacena el páramo no se concentra en la vegetación, sino en el suelo, según información del Ministerio de Ambiente (Minam). Como resultado, cada hectárea de páramo conservado almacena entre 4.200 y 6.000 litros de agua por segundo, y brinda el recurso clave para mantener la vida que nace en los límites de ambos países.
Desde el 2019 se cocina a fuego lento el proyecto Corredor de Conectividad Andino – Transfronterizo, tras la firma de una declaración presidencial de Ecuador y Perú, con el que se pretende proteger a más de un millón de hectáreas.
En Ecuador hay un mayor avance, porque ahí sí existe la figura de corredor que implica tener una normativa orientada a la protección de determinados ecosistemas, a diferencia de Perú. Para Deyvis Huamán Mendoza, director de gestión del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp) de Perú, “Trabajar de manera transfronteriza implica tener en cuenta que hablamos de dos políticas de países diferentes, donde participan muchos actores que deben establecer procedimientos a nivel gubernamental. Pese a que el avance es lento, hay voluntad”, añade.
Mientras las autoridades definen los detalles de la creación del gran santuario, en las montañas se seguirá buscando una alternativa de protección y sustento de vida para animales y comunidades.
Según diversos estudios e investigaciones en las Áreas de Conservación ubicadas en este espacio, se han registrado 715 especies de flora distribuidas en 139 familias, y un total de 498 especies de fauna. De toda esta biodiversidad, se identificaron 168 con alguna categoría de amenaza como la palmera Ceroxylon parvifrons y el romerillo Podocarpus oleifolius, el mamífero andino Tapirus pinchaque o el anfibio Hyloxalus sylvaticu.
El oso de anteojos se encuentra catalogado como una especie Vulnerable por la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Además, figura en el Apéndice I de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES).
La frontera entre Ecuador y Perú es extensa, con más de 1.500 kilómetros. En esa línea hay 48 pasos no autorizados y que sirven para ingresar o sacar un sinnúmero de contrabando, como se reseña en un informe de inteligencia peruano, revelado por el periódico El Comercio a inicios de 2024.
Ese tipo de accesos ilegales y la falta de controles rigurosos en los pasos regulares han sido usados por organizaciones delictivas para traficar droga, armas y otros artículos de los que sacan beneficios. También son puntos para traficar fauna, un problema que ha dejado rastros cuando al interior de Perú se han decomisado animales provenientes de Ecuador, por ejemplo.
En 2017, un cargamento de tortugas galápagos fue hallado en un transporte público, en Piura. En 2019, en cambio, se identificó una ruta usada por una red de traficantes de animales de esas islas, cuyo destino era Lima y posteriormente China. Un año antes, 123 tortugas bebés fueron robadas de un centro de crianza del Parque Nacional Galápagos (PNG), cinco años después fue sentenciado un pescador que integraba esa red.
En otras zonas de Perú también hay mercados conocidos donde se venden animales silvestres, como el mercado de Iquitos, que está situado en el seno de la Amazonía peruana. Ahí se comercializan especies de la costa, la zona andina y del extranjero, según los registros disponibles.
Voces de organizaciones ambientalistas llaman a mejorar los controles en la frontera, a implementar campañas para concienciar a las comunidades y endurecer las penas.